domingo, 10 de julio de 2016

EL OLOR NO ES BLANCO

          (Un cuento del libro: El aire que corta la piel)
   
    Desde arriba todo movimiento es diferente, las nubes blancas
flotando en la alta atmósfera, el sonido de la fricción del aire
parece estamparse en la mente, tras haber dejado atrás los
tímpanos. Desde arriba se distingue la redondez del planeta
y la imagen del mar es amplia y sobrecogedora; a través de
las ventanillas, con mucha dificultad, uno logra discernir el
verdor de los campos y los diminutos sembríos en la tierra.
Tras doce horas de viaje el avión aterrizó en Amsterdan.
En cuanto las aeromozas lo consintieron, yo tomé mi equipaje
de mano y descendí de la nave. La parada, en mi caso,
era solo para hacer un trasbordo para llegar a Roma, mi
destino final. En la entrada de la oficina de Migraciones una
mujer decía en inglés: «Here, please». Los pasajeros hicimos
una larga fila. Uno a uno fuimos consultados por nuestro
destino y solicitaron nuestro pasaporte y la visa correspondiente.
Por fin había llegado a Europa. Una alegría, que aun
ahora me es imposible transmitir, me embargó. Recordé los
rostros de varios conocidos que habían salido del país. El
primero fue Junior, mi compañero de la universidad, que
logró hacer un posgrado en EE.UU. y se casó
con una norteamericana; buen estudiante pero con la
arrogancia en cada palabra que pronunciaba. En su primer
retorno, solo se dedicó a contar las maravillas de vivir en
la primera potencia del mundo. La segunda persona fue mi
exenamorada, Amelia, quien se fue del Perú a los veintidós
años para terminar Filosofía en la Sorbona,
ella era una afrodita andina.