Cuando el primer vagón del tren de las doce y treinta se aproximaba hacia la estación Parque Berrío del metro, Larsen saltó como un meteorito, el movimiento en el aire había sido calculado con exactitud, con extrema sincronización, aquel fue un acto infalible. El cuerpo del hombre alto y albino pareció desin- tegrarse con el impacto, la máquina no le perdonó aquella osadía. Era un viernes con serenidad irreconocible en la capital antioqueña. El calor por esta parte del centro de Medellín envolvía cada molécula de aire. El cuerpo de Larsen salió disparado a unos metros, casi al instante las ruedas metálicas lo aplastaron, trituraron sus huesos. La conductora de la máquina usó los frenos de emergencia de manera violenta, desesperada. Se escuchó el chillido del metal sobre el metal, las chispas encendidas se des- perdigaron por unos segundos. Varias mujeres gritaron, el alarido de los testigos se escuchó hasta la estación San Antonio, hasta el hotel Nutibara, hasta el corazón del sol. Un murmullo arrasador de lamento inundó la ciudad. Un grupo de alteradas tinteras entró a la estación con fuerza, rompieron los cercos de vidrio para enterarse de lo sucedido. La señal de alarma fue encendida. El cuerpo del fallecido se había convertido en fragmentos. Cuando el tren se detuvo, unas diez personas del personal de mantenimiento y seguridad del Metro de Medellín saltaron hacía las vías para rescatar lo que restaba del cuerpo empapado de sangre.
Larsen me había manifestado que se mataría. Nadie pue- de evitar la determinación de un designio impulsivo. Estuve allí cuando sacaron su cadáver triturado. Logré ver a los policías, quienes rodearon la escena macabra para impedir que los curiosos se aproximaran a observar. «Cojones, qué espanto». Pero fue inevitable las frases de congoja en diversos idiomas. «Oh, shit», dijo un hombre de piel rosada, quien parecía de Irlanda por su cabellera naranja. «Merde, c’est un bête», dijo una joven de anteojos y melena castaña. «Was so ein schrecklicher und blöder Tod», pronunció un hombre alto que aparentaba tener la misma edad del hombre fallecido. Uno de los dos policías no pudo contener el vómito ante la imagen macabra del cuerpo desfigurado y triturado. «Hijueputa, qué escena tan espantosa», dijo otro policía con aspecto de alto rango. Los despojos del cuerpo fueron cubiertos por bolsas de plástico hasta que llegaron los peritos de criminalística. En los análisis de identificación, no encontraron ningún documento entre las ropas del occiso. Solo había una publicidad con la imagen de unas calles que decía: “Wenn Sie nach Europa reisen, besuchen auch die Stadt München”. Uno de los policías, que también había estado presente en el levantamiento del cuerpo se quedó mirando aquellas palabras, después de unos minutos, con cierta incertidumbre, se atrevió a concluir: «Parece que era alemán». La cabellera rubia, los pedazos de piel clara reforzaban aquello que había dicho el policía.
Veinte horas después de lo acontecido, la oficina de migraciones en Medellín informó a la policía que aquel hombre era Larsen Bauer Trakl. Tenía veintinueve años y era ingeniero ambiental. En su manifestación del porqué de su visita a Medellín, había comunicado que venía a reencontrase con su a su novia, a la cual había conocido desde hacía ocho meses por una página web. Larsen se había alojado en el Hotel Nutibara, aquel enigmático y antiguo edificio que en sus tiempos de esplendor había alojado a muchos artistas. Ahora solo era un hotel antiguo con mucha historia en el que pocos se atrevían a conseguir habitación. Había estado alojado allí hacía dos semanas. «Una chica de cabello negro, amplias caderas, con un par de lunares en su mejilla derecha, vino a buscarlo por varios días», dijo una de las empleadas de la recepción del hotel. «Su acento era muy paisa, con voz ronca, parecía que conocía muy bien el hotel porque preguntó si la cámara de sauna seguía funcionando, de seguro era de esta parte del área metropolitana del Valle de Aburrá», dijo un compañero de la mujer, quien habló primero con los agentes policiales. Ninguno de los interrogados sabía el nombre de aquella mujer, solo habían añadido que la noche anterior al suicidio, la mujer llegó a visitarlo, pero no la vieron salir. En la habitación que dejó desordenada aquel hombre, no encontraron ningún papel o documento que aportara información adicional. Solo la caja fuer- te parecía intacta, como si nadie la hubiese abierto por años. Era un mausoleo férrico, de un metro de alto y una base cuadrada de setenta centímetros de lado. Estaba allí como un objeto muerto, pero aparentaba ser un espacio enigmático del tiempo. Este tipo de caja era típica de los años cincuenta, solía encontrarse en algunos hoteles de lujo en Latinoamérica.
El nombre de la novia de Larsen era Diana Marcela Ospina Aristizábal, vivía en el barrio de Manrique, lo sé. Estuvimos con Larsen allí en su casa, donde habitaba con su madre y abuela. Era la causante del viaje de aquel compañero europeo. Le digo compañero, pues hombre, nos habíamos llevado muy bien estos días que nos la pasamos disfrutando de tantos lugares de Medellín, Itagüí, Sabaneta y Envigado. Lo conocí en el aeropuerto de Barajas en Madrid. Nos vimos por primera vez en la sala de espera, lo vi leyendo un libro en español. Pero solo empecé a charlar con él durante el vuelo de Madrid a Medellín. Su acento español era gracioso, pero en ciertas partes de su hablar le sentí muy cómodo. En las diez horas de viaje lo vi tomando café más de cinco veces. Con esfuerzo me contó de sus viajes por los países nórdicos, de todo lo que había aprendido de las culturas latinoamericanas. Me sorprendió su amplio conocimiento de la región de los Balcanes. Me contó que allí recorrió Serbia, Kosovo, Croacia y Albania como parte de su trabajo como especialista en la reutilización de residuos metálicos industriales. Era un amplio conocedor sobre la guerra de los Balcanes durante los años noventa del siglo pasado; se entusiasmaba con efervescencia cuando narraba los innumerables actos de combate y sórdidos crímenes hacia los civiles de esa región. Cuando me preguntó por el motivo de mi viaje, solo respondí que venía a Colombia por turismo. No fui amplio en mi respuesta. Habían razones muy exóticas, fantasías pueriles. Me había atraído una fuerza irrazonable a este país de realidad disonante, aroma a mar Caribe y café. Nos despedimos en el aeropuerto José María Córdova, cuando tomó un taxi junto a otras dos personas que lo habían venido a recoger. Pensé que no lo vería tan pronto, me sorprendí cuando me envió un mensaje por WhatsApp invitándome a salir por unas cervezas. Solo habían pasado dos días desde que nos dejamos de ver. «Tío, quiero presentarte mi novia», me dijo con lentitud intentando ser correcto en su pronunciación. Acordamos vernos en una fonda de la carrera 70, a pocas cuadras de un hotel donde yo me alojaba. Allí vi a Larsen ebrio de vida, era un ser satisfecho, allí pude comprobar lo que él me había dicho, la voluptuosidad de aquella colombiana espectacular era cierta, con esa blusa celeste y unos pantalones blancos que hacían resaltar cada movimiento. También me di cuenta de que ella había estado en Alemania hacía cuatro meses. Larsen le había pagado los pasajes, le había mostrado algunas ciudades del país germano. La familia de Diana Marcela se había entusiasmado con la visita de aquel ingeniero europeo. Aquella vez amanecimos dentro de una fonda colorida en Sabaneta.
La noche siguiente volvimos a salir, pero ahora fuimos al Parque Lleras. Lugar donde están las discotecas más asombrosas, los bares más elegantes, el ambiente más frenético de la ciudad. Aquella noche Diana Marcela había invitado a dos amigas, dos mujeres de delicada, asombrosa exuberancia, ambas tenían cabellera teñida de rubio, eso les daba un aire magnético y estrambótico, las ropas ceñidas a sus refinados cuerpos atrajeron mira- das por cada lugar donde nos movimos. Entre tanta belleza y esplendor, entre la música estruendosa y excitante, nos sentimos ebrios y complacidos. Entramos a una discoteca que tenía por nombre “El cielo aquí”. En la puerta había dos mujeres espigadas, vestidas de blanco, con alas en la espalda. Adentro todo estaba pintado de blanco, las mesas, los sillones y las paredes, los meseros en impecable vestimenta nívea. Casi toda la noche la música fue reggaetón. Al inicio me dio mucha vergüenza bailar, la extrema sensualidad de las personas al moverse perturbó mis costumbres tranquilas. Seguí sentado y bebiendo, solo me deleitaba viendo cómo las amigas de Diana Marcela bailaban con alevosía nocturna. Solo después de acabar con la botella de dos litros de aguardiente, me atreví a bailar, sentí el trasero de cada mujer, pude saborear los labios de varias mujeres con las que pude rozar mis extremidades. En todas las horas dentro de esa inmensa discoteca solo vi a Larsen besándose con su novia, apenas les vi sacudirse sobre la pista de baile. A las cuatro de la mañana, salimos, nos sentamos en el centro del parque, coincidimos con un grupo de seis europeos. Casi todos eran ingleses y estaban tan ebrios como nosotros. No podíamos beber nada de alcohol por la cercanía de los agentes policiales, pero sí pudimos volar. Una de las chicas inglesas sacó de su bolso un frasco mediano, podía confundirse con un polvo de maquillaje. Fue la que empezó a aspirar la cocaína dispuesta sobre una tarjeta de crédito. En pocos minutos todos estábamos drogados, Larsen y su novia no inhalaron nada. Fueron ellos los que me condujeron a mi hotel. Desde aquella vez, aquel tío no me volvió a invitar a salir. Sin embargo, había anotado el teléfono de algunos ingleses con los que me vi al día siguiente, paseamos por distintos lugares del Valle de Aburrá, por pueblos cercanos al área metropolitana. Fue en una de esas salidas que Larsen se comunicó conmigo por teléfono y me expresó su preocupación, estaba desesperado porque Diana Marcela había dado marcha atrás en su intención de irse a vivir a Europa.
«Papi, vos sabés que seré tu mujer y todo, pero de aquí no me quiero ir», le dijo la última noche, la última noche que Larsen estuvo vivo. Pienso en la osada violencia que cubrió su mente, tenía un accionar muy calculado, nunca le noté algún síntoma de crueldad. Era un hombre equilibrado, apenas tomaba ansiolíticos cuando estaba muy estresado por su trabajo. Era un hombre de extraordinaria suerte. Por varios días le había insistido en irse con él. Ella era vendedora de motos en la zona comercial del poblado, pero una noche mientras Larsen estaba muy borracho, la noche que nos fuimos de rumba, ella me dijo que odiaba viajar en moto, le tenía pánico desde que se cayó a los trece años. Pero su trabajo tenía un sueldo digno, en promedio ganaba dos millones mensuales, era tan justo y preciso para mantener a su familia. Un día antes de la muerte de Larsen, fue a invitarlo para comer en un restaurante peruano que está ubicado a unas cuadras del Teatro Pablo Tobón. Le pidió que la entendiera, se sentía muy enamorada de él, aquí en Medellín podrían asentarse y vivir. Aquellas últimas horas que estuvieron juntos solo se quedaron en el hotel para ver una película en la televisión. Bebieron juntos algunas cervezas y unos cocteles que Larsen preparó. Unos treinta minutos antes del suicidio de Larsen, me vi con él dentro de la estación del metro. Nos quedamos hablando por veinte minutos. En ese espacio de tiempo él me contó todo lo que había pasado. «Amigo, tu entenderás. Lo que he realizado, no tengo perdón. Quizás me venga la cárcel, pero no quiero vivir encerrado». Estaba consternado, no podía creer lo que me decía. Intenté decirle que se entregara a la policía. En un instante dubitativo, me entregó las llaves de su habitación y me dijo: «comprueba que no estoy mintiendo, hombre, compañero». El hotel estaba muy cerca de la estación, corroboraría que ella había sido intoxicada con muchas pastillas de triptanol, un ansiolítico que le había vendido una droguería cercana al hotel. Había guardado el cuerpo de Diana Marcela en la caja fuerte. En un momento de compulsión no se le había ocurrido otra cosa que esconder el cuerpo.
Estaba perturbado, tuve alucinaciones, pensamientos oscuros, creí que cuando la policía lograra observar las cámaras de vigilancia del metro, se daría cuenta de que unos minutos antes del salto, él había estado conversando conmigo. En aquellas imágenes se podía observar el brevísimo instante en el que yo había decidido ir a verificar lo dicho por él. Tan solo había dado media vuelta, había avanzado unos pasos cuando escuché la proximidad del tren, después ocurrió el macabro suceso. Vendrían por mí, me buscarían, solo era cuestión de horas. Fue entonces que decidí ir al hotel al día siguiente de aquella muerte, la cual se había transformado en noticia muy difundida por varios noticieros colombianos. Le dije al administrador del hotel que había encargado varias cosas de valor al fallecido. Tenía la inmensa llave de aquella mole de acero, esa caja fuerte había sido fabricada en Alemania. Los policías que investigaban el trágico suceso habían tratado de conseguir una persona para que abriera esa impenetrable caja, lucía corroída e indestructible, pero no se pudo encontrar a nadie desocupado con habilidad para tal labor. Un oficial había solicitado llevarse la caja para hacerla explotar con dinamita, sin embargo, la administración del hotel no accedió a ese pedido. Varias personas del hotel, dos policías y yo subimos hacia el piso siete donde estaba la caja fuerte. Nunca mencioné nada de lo que me dijo Larsen, mentí. Construí una historia, le había encargado unas joyas, por eso Larsen me había dado las llaves, como señal de confianza. Aunque varios dudaron por lo manifestado, me dejaron ir con ellos para ver el interior de la caja. Varios intentaron por más de una hora, hacer los movimientos correctos para abrir el interior de aquel artefacto, parecía que una fuerza desde el interior se empeñaba en no permitir que se descubra lo que había dentro. Cuando por fin, un empleado logró abrir la pesadísima puerta de metal con la llave, fue un asombro total ver el cuerpo de aquella menuda mujer, era Diana Marcela. El cuerpo fue extendido sobre el piso y allí otro hombre le tomó el pulso, vio que ella tenía signos vitales. Estaba viva. La parte inferior de aquella caja estaba oxidada, se notaba que Diana había golpeado con los tacones que llevaba. Unas fisuras oxidadas habían dejado pasar unos centímetros cúbicos de aire y le habían salvado la vida. Fue llevada al hospital y permaneció allí por un par de días hasta que se recuperó.
Fui detenido por sospecha de homicidio. Ni después del testimonio de Diana Marcela, me dejaron libre. Ella habló con las mejores palabras que tenía sobre mí, contó que apenas me conocía, siempre fui amable y respetuoso, pero eso no sirvió de nada. Trataron de involucrarme en una mafia de trata de blancas. Encerrado en la cárcel por precaución, eso dice la policía aquí. Ahora solo pienso en mi regreso a España. Le he insistido por teléfono a mis padres para que no vengan a verme, con fingido entusiasmo les he dicho que en cualquier momento me dejarán libre. Sin embargo, mi madre ha comprado unos boletos aéreos, uno de estos días vendrá a visitarme, con su mirada de compasión me dirá que he sido un gran gilipollas. No dejo de pensar en Larsen, no merecía una muerte tan espeluznante. La noticia de aquella muerte ha llegado y repercutido en toda Europa. En la soledad de este inesperado encierro pienso en la opacidad del futuro. El cambio brusco del frenesí a la incerteza. Si tuviera la virtud de leer la mente de las personas, sería invencible. Pero no, aquí estoy con el deseo simple de salvarme a mí mismo. He tratado de conducir una compostura de buen ciudadano, leo los pocos libros que me han traído los agentes del consulado español. Y hoy un policía ha llegado hasta mi celda y me ha dicho: «El ministerio de relaciones exteriores de Alemania ha dado una conferencia de prensa pidiendo perdón por lo que hizo uno de sus ciudadanos». Tomé la noticia con asombro, pero no tuve sensaciones ni de tristeza ni de alegría. Me alejo de cualquier remordimiento absurdo. Solo tengo una inquietud perturbadora: ¿Alguna vez alucinó Larsen una muerte tan espeluznante?