Sardegna, junio de 2008.
¿Recuerdas el color de
las cerezas sobre las mesas en verano?
Ese sabor que parecía
el verde de las aguas
y el rojo de un pecho
enamorado.
Yo, el extranjero, y con una dicción entrecortada
queriéndote decir que
me iba pronto y que jamás el mar
que recorrimos en las
costas mediterráneas tocaría con desidia
tus pies de cernícalo
celeste, pero recuerda:
solamente yo me
acomodaba a tus palabras encendidas.
Mi piace la vita e il silenzio, decías itálicamente,
yo desconocía la
refulgencia del tiempo
y los barcos de
aventureros navegantes se alejaban cada tarde
del puerto y desde palcos
saturnianos
vimos extinguirse días
extensos y geométricos.
Las cerezas tenían otro
dulce en tus manos,
¿por qué no se detuvo
el tiempo en los árboles de la isla?
Todo evento así como
sucede desaparece
y las entrañas no
pueden con el curso de la letanía,
tú hiciste manjares que
se guardaban en la nevera
mientras yo respondía
cada mañana
a los zumbidos que me
avisaban que el presagio
solo era una avenida
larga que iba al firmamento.
Mi piace la vita e il silenzio, decías para retener
mi viaje, mi futuro
naufragio
y yo desconocía la
refulgencia del tiempo.
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