A Marco Martos
Iniciamos un nuevo viaje, se dilató el tiempo,
el
escombro gris que reinaba bajo el reino de la estratósfera
imponía su
textura, pero no se asustó el maestro,
él seguía luciendo su mirada oriental.
El vate se
apoyaba en la serenidad de sus vocablos.
¿Cuál es
la fuerza que une a los quarks?
preguntó
un hombre que parecía pronosticar
la llegada
de un tsunami.
Yo pregunté
por la esencia de la fe,
el maestro
midió la velocidad del viento
con la
agitación de las ramas etruscas que aparecieron
Invadiendo
las veredas.
Dos ríos
violentos caían en su memoria, eran como
libros
desplomándose
sobre un edificio, yo almacenaba sílabas,
fabricaba
rimas que colisonaban con estaciones ficticias.
¿Dejará el tiempo de destruir lo que construimos?
Sobre lo
derruido se levanta una idea,
una hoja en
el viento era arrastrada por la viscosidad,
«Allí van
las islas que vimos al borde del mar»
le dije, él
respondio hablando del paso de Julio Cesar
sobre el Rubicón, hace milenios.
Mientras avanzábamos
sentimos la rotación de la tierra
y la voz latina
del mítico Virgilio retumbó diciendo:
La fortuna sonríe a los osados.
¿Cuál es la fuerza que une a los quarks?
volvió a
preguntar otro hombre que entrenaba
para escalar los himalayas.
Despacio,
más lento, en balbuceo pronunciaba
un halcón magullando
un tronco de algarrobo.
Aparecieron
antiguas estrofas sobre las manos
que fueron
sonando en el papel
con troqueo
y sinuosa brillantez.
Y de
pronto nos detuvimos,
«Mira las montañas
que quedaron atrás»,
dijo el
sabio maestro.
Entonces,
comprendí que la fe es algo que se adquiere
con la experiencia.
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